Los siete días aleatorios que conmovieron a Berazategui
Estamos con esto de la literatura conurbana. Pablo Ramos, Juan Diego Incardona y Leonardo Oyola son tres de los más destacados representantes de la narrativa de esa terra incógnita. Uno del sur y dos del oeste.
Incardona afirmó alguna vez que quienes escriben sobre/desde el conurbano es difícil que puedan elegir alguna forma de realismo o costumbrismo para narrar historias desde un territorio donde permanentemente la realidad supera la ficción.
Un autor menos conocido, Fabián Cesar Casas, también eligió los relatos de ficción para escribir una literatura que tiene a su ciudad (que también es la mía) como escenario. En un libro de cuentos que se llama "La situación gravitatoria de Berazategui y otros cuentos micropatrióticos", este profesor de química y física, que además es andinista, piloto de avión, trompetista y practicante de Kung fu; escribió un cuento que lleva como título "La semana aleatoria: Crónica de un experimento social".
Una historia de los años ochenta del siglo pasado, cuando los que alguna vez fueron llamados los "lománticos" tuvieron un triunfo colosal sobre la esquemática rutina de la vida, una victoria a la que aspira toda la humanidad: derrotaron al lunes.
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La semana aleatoria:
Crónica de un experimento social
Fabián Cesar Casas
Todo el mundo se queja del lunes,
pero ese mal universal alguna vez fue temporalmente derrotado.
Los hombres y las mujeres de la
primera administración comunal de Berazategui protagonizaron acaso la más
revolucionaria mejora en la vida social de todos los tiempos. El asombroso experimento
que la Municipalidad pondría en marcha el primero de marzo de 1984 determinaría
el triunfo definitivo de la imaginación sobre el poder, como el arte sobre los
efectos especiales, o el talento sobre los sintetizadores y samplers. Bastó una
sola hora de debate en el Honorable Concejo Deliberante para sancionar la
legendaria ordenanza.
Desde esa fecha en adelante, la
semana sería aleatoria. De esta manera, Berazategui derrotó al lunes.
Rápidamente se organizó un calendario móvil que se armó sobre una tela naútica
donada por un vecino de pasado marino, todo un símbolo que alcanzó su completo
tamaño profético cuando tres trabajadores municipales desplegaron el almanaque
gigante desde la terraza del palacio municipal, cubriendo por completo la
fachada sur, dedicada exclusivamente a los ventiletes de los baños. Así zarpó
la imaginaria nave de la revolución social, tripulada por los jóvenes ediles y
pilotada por el querido intendente. Ocupando toda la extensión de la tela,
resultando un alto de 15 metros en total, se situaba el número identificador de
la fecha, conformado por una o dos cifras de chapa pintada de negro o rojo, según
correspondiera. Arriba del número, se colocaba un cartel con el nombre del mes,
el cual quedaba fijo durante todo el transcurso del corriente. Debajo de la
fecha, y más grande que el cartel del mes, se colocaba el trozo de chapa pintado
que decía el día de la semana que le correspondía. Todas las noches, una
comisión formada por los representantes de las fuerzas cívicas asistía a la
extracción de la bolilla que determinaría que día de la semana sería el siguiente,
cuyo reinado comenzaría a la medianoche exacta. Un boy scout de la agrupación General
Paz era el encargado de anunciar en viva voz pueril el día de la semana
extraído. Entonces una suerte de algarabía se apoderaba del hall municipal,
donde las voces de alegría y sorpresa “Menos mal que mañana es miércoles, que
tengo turno con el dentista”, se mezclaban con las de desilusión “Uh… con el
lindo día que va a ser! Mirá si no podría haber tocado sábado, para ir al
parque Pereyra”. La vida de la joven comuna se vio entonces saludablemente
sacudida por el impacto de la nueva normativa.
El público vivía cada día desconociendo
qué le depararía el siguiente. Podría ser lunes, domingo, jueves, o incluso el
mismo martes que estaban viviendo, pues nada impedía que un mismo día se
repitiese tanteas veces como el azar lo quisiera, pero transcurrido el primer
mes se vio que las leyes de la matemática secreta del cosmos no tenían una
capítulo especial para la ciudad de Berazategui. Una comisión formada por dos
profesores de álgebra y geometría del Instituto Politécnico se abocaron a
vigilar la aparición estadísticamente esperable de los diferentes días a medida
que se producía el sorteo diario. Las consecuencias comerciales fueron las
primeras en evidenciarse en una ciudad acostumbrada a girar alrededor de la
principal arteria, es decir, la calle 14. Las carnicerías pasaron a vender asado
todos los días, puesto que potencialmente cada día de mañana podía ser un
domingo. Las panaderías, de la misma manera, duplicaron la venta de pan, porque
el día siguiente podía ser lunes. El periódico “La Palabra”, que aparecía los
jueves, comenzó a imprimir ediciones de emergencia puesto que cada cierre de
redacción podía terminar en prensa. Finalmente se convirtió en un diario. El
tambo Barzola acomodó su régimen de entrega de lácteos para que no faltara
leche ningún día de la semana, por muy domingo que fuera en el resto del mundo.
Felizmente, las frutas y verduras provenían de las quintas de Hudson, donde
regía, por supuesto el calendario local. Pronto se evidenciaron los cambios profundos
que la semana aleatoria causaba en el tejido social. Los niños dejaban de hacer
los deberes para mañana, esperanzados en la aparición de un domingo o sábado
como día siguiente. Por otro lado, las parejas de novios recuperaban la frescura
perdida tras meses, o años, de estrictas citas jovianas. Cada día de mañana era
una incertidumbre deliciosa o amenazante, según el una incertidumbre deliciosa
o amenazante, según el caso. Los domingos en particular perdieron su poder
cáustico sobre el blando tejido del alma sureña para dar lugar a la esperanza,
fundada por la experiencia, de que el día siguiente difícilmente fuera lunes. Incluso
se había dado el caso de repetición de domingos, y fines de semana largos de
tres días. Los detractores y contreras empedernidos, metástasis del riñón
opositor, se empecinaban en negar la vigencia de la semana aleatoria, acudiendo
a la propalación subversiva de las transmisiones radiales de las emisoras de la
capital a viva voz por los combinados hogareños y los pasacasettes de sus
autos. “¿No ven, boludos, que para el resto del país es martes?” “Vayan a laburar,
manga de vagos” eran los gritos admonitorios que se oían a veces, durante el
fin de semana local, desde los alrededores de los centros de recreación, como el
club Ducilo o, ya en el colmo de la desfachatez temeraria de estos agitadores, las
mismísimas piletas de Plátanos, localidad cuna del intendente.
Tras siete u ocho meses de
continua felicidad y mientras algunos estaban pensando en los festejos del
primer aniversario de la semana aleatoria, bajo el slogan “En esta ciudad
desalojamos a la tristeza”, la intelectualidad que solía reunirse en la
biblioteca Manuel Belgrano exponía sus temores. Para algunos, era evidente que
Berazategui no resistiría por mucho tiempo más la embestida de los grupos hegemónicos
que pugnaban por impedir que el ejemplo revolucionario se propagara por el
resto del país. Florencio Varela y Almirante Brown ya habían empezado a estudiar
los respectivos proyectos de ordenanza para adoptar la semana aleatoria. Incluso
se había formado una mesa coordinadora cuyos integrantes estaban pensando en un
sistema unificado de día semanal para todo el conurbano. La mayor parte de los
gremios provenientes de la combativa CGT Brasil habían saludado con alegría la
iniciativa. Sin embargo, el gobierno nacional guardaba un silencio preocupante.
Algunos de los políticos locales, otrora militantes de la izquierda peronista,
sostenían que había que prepararse para defender la conquista lograda contra el
sistema semanal fijo. Como era de esperarse, a pesar del intenso debate interno,
la iglesia local se expidió a favor del sistema antiguo, amparándose en su discutible
autoría papal. “Ya tenemos la iglesia en contra, nos la quieren dar como al
General en el 55” dijo el famoso militante y fotógrafo social “Pampa” López,
durante un acto a favor de la insurrección sandinista realizado en el centro
cultural Rigolleau.
Para muchos, fue una declaración
de guerra. Por esa altura, además, arreciaban a las denuncias difamatorias contra
el sistema. Se decía que los sorteos del día estaban comprados; que los boy scouts
eran hijos de funcionarios municipales interesados en hacer salir un día antes
que otro; que los dueños del bingo habían ofrecido una fortuna a los ediles
para que privatizaran el sorteo y toda clase de denuncias con muy poco
fundamento, pero bastante aptitud mediática. Los rumores iban y venían desde
los centros neurálgicos de la ciudad hasta los suburbios: las calles del
centro, la 14, la Mitre y la 21, eran escenarios casi diarios de actos a favor
del gobierno y repentinas caravanas de opositores que hacían sonar sus bocinas
mientras gritaban “¡Negros vayan a trabajar!” La calle 148, ex 31, era un polvorín.
Las multitudes que salían de la misa del domingo se encontraban con la populosa
fila de compradores de la fábrica de pastas “La Torinesa”, mayoritariamente
comprometida con el almanaque local, armándose trifulcas interminables. “¡Si no
es domingo, para qué van a la iglesia, culos rotos!”, “¡Por cada domingo de
mentira, van a pagar cinco lunes seguidos, negros cabeza!” eran algunos de los
insultos que cruzaban los bandos enfrentados. La señal inequívoca del inminente
golpe la dio una columna publicada en el New York Times a cuyo título “Argentina
sigue siendo un país poco previsible” seguía un artículo donde se decía que en algunas
de sus ciudades los lugareños no sabían ni en qué día vivían. Al conocerse la
noticia, un grupo enfurecido partió del corralón municipal a bordo de un camión
de recolección para ir a confiscar un ejemplar de la publicación imperialista.
No lo consiguieron ni en el quiosco de la catorce ni en el puesto de Ducilo, de
manera que fueron para Quilmes a ver si había algún quiosco que lo vendiera. La
administración de la vecina ciudad, de signo político contrario, aprovechó la
inofensiva incursión para multar al camión municipal y a su conductor por llevar
gente en la caja. Siguió una discusión que finalmente demandó la intervención discusión
que finalmente demandó la intervención de la policía, terminando los cinco
obreros municipales presos. Durante horas se debatió en la Municipalidad sobre
los pasos a dar para recuperar a los compañeros capturados. Los más moderados aconsejaban
prudencia, mientras que los más exaltados decían que no valía la pena vivir en
una comunidad libre a costa del encierro de sus habitantes. A medida que
avanzaba la noche, la gente comenzó a reunirse en el playón de la Municipalidad.
Primero eran unos pocos, luego cientos. Ya a esa altura se había suspendido el sorteo,
por primera vez en la historia del proyecto, y todos velaban las luces
encendidas del despacho del intendente y la secretaría de gobierno. Hacia la madrugada,
miles de vecinos portando antorchas y estandartes con consignas diversas “No
pasarán”; “En bolas pero libres”; “Barrio Marítimo Presente”; se prestaban a apoyar
al intendente y resistir cualquier intento de intervención. Pero a pesar del apoyo
popular, los rumores eran sombríos. Algunos habían visto un helicóptero aterrizar
en el club de Golf, aparentemente portando tropas. Todos querían ver al intendente,
pero nadie se asomaba a la ventana del segundo piso. De pronto sonó la sirena del
cuartel de bomberos. Minutos más tarde pasaron dos autobombas raudas rumbo al
río. La gente de desbandó tratando de ver qué sucedía. Aparentemente, ése fue
el momento en que secuestraron al intendente, aunque algunos sostienen que se
entregó para evitar derramamientos de sangre. Hacia las cinco de la mañana, el
único rumor que circulaba era el de la renuncia del máximo líder comunal.
Cuando la certeza de lo peor abarcaba los ateridos corazones de los vecinos, se
anunció por la radio local la renuncia del intendente y su pedido de asilo en México.
El gobierno provincial había intervenido el partido de Berazategui y un nuevo
intendente se haría cargo del gobierno comunal. Más tristes que enfurecidos,
los vecinos fueron dejando lentamente la plaza municipal, siendo reemplazados
por los festivos locales partidarios de la intervención.
Cuando ya clareaba, unos
desaforados hombres vestidos de traje descolgaron la tela del almanaque municipal
y la prendieron fuego. Al día siguiente nadie escuchó la radio para saber qué
día era. Pero no hacía falta: todos lo sabían.
Era lunes, otra vez.
Muy bueno!
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